“El sonido de su voz me sacudió como una descarga eléctrica (...) Con el tiempo, me di cuenta de que las canciones grabadas por Hank cumplían las normas arquetípicas de la composición poética. Sus elementos estructurales son como pilares de mármol que no pueden dejar de estar presentes. De hecho, las sílabas de sus letras se dividen con precisión matemática. Se puede aprender mucho sobre la importancia de la estructura en la composición de canciones escuchando sus discos, y yo los escuché mucho y los interioricé”
Bob Dylan, “Crónicas”, 2004
El día de Año Nuevo de 1953, el cuerpo de Hank Williams [Alabama, 1923 – West Virginia, 1953] decía basta en el asiento trasero de su flamante Cadillac, colapsado por un último cóctel de morfina y alcohol. Su muerte no sólo anticipaba la tragedia arquetípica asociada a muchas jóvenes estrellas de rock, sino que también ponía punto y final a una carrera fulgurante (apenas un lustro de estrellato) en la que antes de cumplir los treinta años le había dado tiempo a escribir el libro de estilo del que bebería toda la línea evolutiva posterior de la música country.
No resulta exagerado afirmar que prácticamente toda la música folclórica norteamericana atraviesa las canciones de Hank Williams y se proyecta en y desde su figura, confiriéndole un aura patriarcal que el tiempo no ha dejado de revalidar. En su apretada colección de hits populares, cuyo grueso se concentra entre 1947 y 1952, se excava la tradición rural de los Apalaches, los espirituales negros, el blues y el honky tonk, las puras composiciones de bar que se cantan en el corazón de la noche. Su ubicación histórica le permitió vislumbrar, probablemente sin proponérselo, el advenimiento del rock'n'roll, pero también bebió de las fuentes del cajun, el único movimiento de habla francesa en la genealogía del folk americano, cuya evolución instrumental añadió una sección de ritmo y guitarra steel a su primitivo acompañamiento de acordeón y violín.
La propia historia de vida de Hank Williams, sin cuya tragedia no podríamos entender la esencia de su arte, es tan netamente americana como su corpus estético. En el coro de la iglesia donde su madre era organista se avivó una vocación temprana, espoleada en concursos para jóvenes talentos y afianzada ante difíciles audiencias en plena Gran Depresión, de donde salía triunfante en virtud de un precoz y magnético atractivo escénico. Devoto desde adolescente de la música de Roy Acuff, su primer gran referente, se nutrió de su cancionero al tiempo que incorporaba composiciones de la más diversa procedencia, hasta que en 1946 se instaló en Nashville y empezó a imprimir su leyenda. Allí entra en la órbita de su ídolo, y tras una entrevista con Acuff y su socio, el productor Fred Rose, Williams sellaba el acuerdo que le permitirá encadenar la grabación de una serie de sencillos que sentarán las bases de su estilo, sencillo y económico, guiado por su característico tono conmovedor y suplicante: “Never Again” o “Move It On Over”, ambos de 1947, o “I Saw The Light” y “A Mansion On The Hill”, ya en 1948. Éxitos instantáneos que culminaban sólo un año después, cuando “Lovesick Blues” le propulsa hacia lo más alto de las listas de country y Hank se convierte en una superestrella.
En su ascenso, sin embargo, nuestro hombre no pudo deshacerse de otra escalada íntima que desde el principio impregnaría el espíritu del material que escribía e interpretaba. A un rosario de desavenencias maritales regadas en alcohol se sumaba su dolor crónico de espalda, en cierto momento agudizado por aparatosas caídas que le atraparon en una espiral de bebida y opiáceos. En sus canciones pronto encontraría el vehículo para exorcizar sus demonios, asentando su estilo en una economía de lenguaje y ahorro de recursos aplastante. En pocas líneas sintetizaba una historia, extirpaba el sentimiento profundo asociado al relato y hacía que el sentimiento y la emoción prevaleciesen sobre el conjunto. Sin ningún elemento de más o de menos.
Bob Dylan, de nuevo:
“No hacía falta compartir la experiencia de Hank para saber sobre qué hablaban sus canciones. Yo jamás había visto llorar a un estornino, pero era capaz de imaginarlo y me entristecía. Cuando él cantaba: “La noticia se ha propagado por toda la ciudad”, sabía de qué noticia se trataba, aunque en realidad no lo supiera (...)”
No es difícil entender a qué se refiere Dylan. En una de las canciones más célebres de Hank Williams, “Lost Highway”, compuesta por Leon Payne en 1948 pero inmortalizada por el cantante de Alabama en su grabación canónica de 1949, encontramos el oscuro relato de un vagabundo, apenas desplegado en un escueto monólogo interior. Es una buena metáfora de la libertad que se extiende frente a uno cuando se ha perdido todo, y donde lo que cruza la narración no es sino esa imagen recurrente, obsesiva, de una “carretera perdida”. “Lost Highway” capta tu atención de inmediato. No se trata sólo de la interpretación de Hank, del hechizo de su voz, sino de que en su pasmosa calidad de intérprete te coloca en un punto indeterminado de esa misma carretera. Sabes de qué carretera se trata, aunque en realidad no lo sepas. Aunque en realidad todo se trate de un viaje íntimo, o precisamente por eso.
En los albores de la década de los cincuenta, la vida de la ya rutilante nueva estrella del Grand Ole Opry, el programa radiofónico decano de la música country en EEUU, terminaba por descarrilar. Hank se consumía como una cerilla humana, pero ni su autodestrucción conseguía neutralizar una inspiración que seguía encadenando éxitos y canciones memorables, que se abrían en carne viva desde sus mismos títulos: “There's A Tear In My Beer”, “I Just Don't Like This Kind Of Living”, “Why Don't You Love Me?”, “I'll Never Get Out Of This World Alive”. Era la radiografía de las miserias cotidianas del norteamericano medio, expuestas sin artificio por un hombre corriente y convertidas en estándares country para los cantantes que vendrían detrás. Ni más ni menos.
Después, lo podemos intuir, llegaría el destierro, los escándalos apenas encubiertos que le apartan del Grand Ole Opry, las copas llenadas en soledad fuera de los focos y los charts. Y finalmente la muerte, su rentabilización y la huella eterna.
Le pregunté a Hank Williams: “¿Cómo de solo se puede llegar a estar?”
Hank Williams no me ha contestado todavía
Pero le escucho toser durante la noche
Cien pisos por encima de mí
En la Torre de la Canción
Leonard Cohen, “Tower Of Song”, 1988
Nota: existen abundantes antologías que resumen la trayectoria del conocido como el “Shakespeare hillbilly”. Desde aquí recomendamos dos colecciones: una recoge cuarenta de sus títulos más emblemáticos, mientras que la otra resulta un exhaustivo mastodonte de diez cedés.
“40 Greatest Hits” (Mercury, 1978) es, como su título indica, una recopilación de cuarenta singles registrados entre 1948 y 1952, entre los que no faltan “Jambalaya”, “Ramblin' Man”, “I'm So Lonesome I Could Cry” ni ningún otro título de referencia. En él podemos disfrutar no sólo de una amplia muestra del talento interpretativo y lírico de Hank Williams, sino también de la banda que un día articulase para acompañar sus composiciones: los Drifting Cowboys formados por Bob McNett (guitarra), Hillous Butrum (bajo), Jerry Rivers (violín) y Don Helms (guitarra steel).
Por su parte, “The Complete Hank Williams” (Mercury, 1998) resulta un proyecto titánico que no está muy lejos de constituir la integral de su trabajo, si no fuese porque a día de hoy todavía siguen exhumándose grabaciones inéditas. Encontramos aquí hasta doscientas veinticinco canciones, repartidas entre material de estudio, directos y demos, y acompañadas de la habitual memorabillia grueso libreto de acompañamiento.
Carlos Bouza Rodríguez